Vestigios de un alma trizada

Camino con melancólica lentitud hacia adelante. El triste y sombrío camino que se extiende ante mis ojos es recorrido a base de constantes tropiezos e ingentes oscilaciones del rumbo. Con el cuerpo casi yerto y el alma congelada en soledad y agonía, mi paso se vuelve tenue y débil. Sé hacia dónde estoy yendo, pero no vislumbro el punto de llegada. El blanquecino cielo, y los ápices de niebla, difuminan mis lejanos alrededores, y todo lo que mis exánimes ojos logran captar es la difusa imagen del extenso desierto que estoy recorriendo, guiado únicamente por las vías del tren, que sin bifurcarse, llevan directamente hacia donde quiero ir.

El final de mi camino está extremadamente alejado, y la lentitud de mis pasos me hace imposible llegar a tiempo. Largo tiempo ha transcurrido desde la última vez que vi al tren pasar a mi lado. Mejor que sea así... El precio a pagar es alto, y el único capital del que dispongo son mis lágrimas de dolor. Pago con lágrimas el desconsuelo destructivo de mi afligida indigencia emocional, y reflejo con sollozos los estragos de mi desolación, sufriendo en soledad la adversidad y recogiendo como puedo los fragmentos de mi alma quebrada que caen a pedazos, producto de la inconsistencia fluctuante en los vaivenes de mi arduo caminar. Lamentablemente el recorrido es largo, la fatiga emocional es impetuosa, y mi fúnebre paso es inestable... Así, diversos pedazos de esa marchita alma son olvidados y perdidos en el trayecto, y en mi memoria. Ya bastante camino por detrás he dejado, y aquellas porciones olvidadas de mi alma lloran en soledad su abandono, testigos de la catástrofe de una entidad decadente y finiquitada de la cual alguna vez formaron parte, que lucha en decrépita agonía una batalla que ya no puede ganar. Ya no busca felicidad o bienestar, solamente pide a silenciosos gritos un ápice de paz, y ruega por misericordia.

He vuelto a detener mis pasos. Carente de constancia, vuelvo a caer ante las sombras de mi pasado y los embates del presente. Debilitado, caigo al suelo y entro al inerte estado de vana y autodestructiva meditación, que tanto conozco. Sigo sin vislumbrar mi meta, y pongo en duda mi capacidad de lograrlo. Reviso la pesada carga en la que transporto los fragmentos de mi alma, sabiendo que me encontraré con lo de siempre: nuevos pedazos faltantes, avance intransigente de su trastornada perturbación, vestigios de una antigua estructura que alguna vez se lisonjeaba como sólida. Veo en lo que queda de ella los reflejos de las tinieblas, los recuerdos de promesas incumplidas y sueños rotos, la reminiscencia implacable de la dualización del dolor y la angustia, y en profundas observaciones logro detectar el escaso cúmulo de lo que queda de mí. La pesadumbre se aparece y cobra con inescrupulosa obstinación los precios del desconsuelo, y me encuentro a mí mismo derramando duras lágrimas de delirio para despilfarrar la pena y el sufrimiento.

Padeciendo la tétrica soledad en mi detenido camino, logro escuchar los ruidos del tren viajando. A lo lejos, su presencia comienza poco a poco a tomar protagonismo. Aquel tren que podría llevarme a mi meta, carente de las duras vicisitudes de mi decadente trayecto, avanza soberbiamente sobre este desierto. Hacía bastante no lo veía venir. Su imagen solamente me hace recordar lo lejos que estoy de mis objetivos, lo imposible de mis intenciones, y la decadencia de mi lucha, una lucha que poco a poco está por acabar con todo lo que queda de mí, de mi alma, de mi memoria.

Al igual que todas las veces que el tren ha pasado a mi lado, éste no vacila en detenerse al encontrarme, ignorando el hecho de que no estoy en un punto de parada. Me conoce, me estima, y se mueve por su empatía hacia mí. Me ve tirado en el suelo, aherrojado en la soledad y la tristeza, debilitado... Más de lo que me vio la última vez. Se detiene, me mira. Le devuelvo la mirada, pero las lágrimas de mis ojos me difuminan su imagen. Guarda silencio... Él ya sabe cómo va a terminar este evento. Sabe muy bien mi posición al respecto, y conoce mi respuesta a su insistente oferta. Casi decepcionado y vaticinando la repetición de lo ineluctable, rompe su lúgubre silencio.

—Sabés bien a qué vengo. Realmente me interesa que vengas conmigo.

Bajo la mirada, el suelo se humedece con mis derrames de dolor. Apenas me alcanzan las fuerzas para esbozar una tenue respuesta.

—Y vos sabés que, en esta dura pesadumbre, únicamente dispongo de lágrimas.

Él me mira, inmutables sus muestras de compostura, pero inevitable su triste compadecimiento. Sin respuesta alguna, en discrepancia con las ya usuales insistencias de las que parece haberse rendido, continúa su camino y me deja a mi suerte, en el frío desierto interminable. Mis derrames de sufrimiento pronto sumergen el llanto en gritos de dolor, escuchados por nadie más que la soledad y mi tormento. Hace ya un tiempo la tesitura que hoy me mantiene en mi decadencia actual ha tenido como único vidente a aquellas tétricas tinieblas que se reflejan en los pedazos de mi alma, que hoy muestran los vestigios de una triste entidad en pena que ha emprendido un camino que solamente le aguarda destrucción lenta y dolorosa.

El cielo oscurece y el frío avanza amenazante. Sin previo aviso, me encuentro a mí mismo recomponiéndome y reanudando el paso, notablemente más débil que la última vez, a causa del detrimento de mi destructiva meditación en soledad y sufrimiento. La oscuridad se apodera de mi campo visual, apenas logro vislumbrar las vías del tren que guían mis deteriorados pasos. Las duras vicisitudes de mi decadente viaje evidencian el irrevocable fin que le queda a esta triste alma en pena que se desmorona continuamente en esta sombría calamidad.

Los días transcurren, mi paso es cada vez más lento y deteriorado. Cada vez que caigo vencido por la fatiga y entro al autodestructivo estado inerte de meditación, temo con espanto que sea la última vez que esta adversidad muestre vaivenes en mi caminar. Ya no sé si podré recomponerme de mi próxima caída, ya no sé si me alcanzarán las lágrimas para suplir al vertiginoso desconsuelo. La meta... Sigue invisible a mis ojos. El tren... Hace demasiado tiempo que no lo veo pasar. Mi alma... Apenas puedo reconocerla, tan incompleta y trizada. Y yo... Bueno, yo comienzo a firmar los pergaminos de la rendición y el abatimiento, y comienzo a prepararme para lo que me espera en mi próxima caída: el total vencimiento, la insuficiencia de lágrimas para suplir las heridas, y la pérdida total de mi alma.

Apenas pudiendo mantener el decadente paso, vuelvo a escuchar el tren acercándose hacia mí por detrás. Su ruido característico me revela que nuevamente se hace presente en mi adversidad, y de vuelta lo veré pasar a mi lado. El duro pensamiento de la tétrica realidad no me impide percatarme de un perturbador detalle. A medida que el ruido se hace cada vez más fuerte, comienzo a notar la cruel realidad de la situación. Su paso es firme y decidido, inmutable y desinteresado. Por primera vez el tren no se detiene, y pasa a mi lado sin mirar atrás, ignorando por completo mi existencia. Evidenciando así una nueva muerte en mi vida, y la pérdida de otro gran pedazo de mi escarmentada alma. La carga es menos pesada, pero el precio en lágrimas vuelve a crecer rotundamente. Casi sin nada que me mantenga en esta espantosa perseverancia, y al borde de una nueva y brutal caída, persisto en mi arduo caminar, a sabiendas de que mis constantes pérdidas están a poco menos de un simple paso de derrotar todo lo que queda de mí.

No pienso detener mis pasos. Pero la desproporcionada presencia de las lágrimas ha incrementado aún más la ceguera exánime de mis ojos, y advierto con pánico y tormento que la nueva ausencia en mi campo visual es por parte de las vías del tren, que poco a poco dejo de vislumbrar...

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